2/6/2012 por “Dones d’Enllaç”
* Versió en català al final de l’article.
Abordar la prostitución en términos sindicales es una manera engañosa – y falsamente solidaria con las mujeres prostituidas – de examinar esta realidad. Pretende dar la impresión de que se trata de la “defensa organizada” de un colectivo. Pero, de hecho, certifica su indefensión ante la dominación y la violencia machistas. Hablar de sindicar el ejercicio de la prostitución presupone que se trata de un trabajo, y que se trata de un trabajo humanamente aceptable. El primer supuesto evacua sin embargo todo un haz de cuestiones de orden social, racial y de género: ¿qué tipo de trabajo es éste que ejercen casi exclusivamente mujeres – o seres feminizados – en beneficio del placer masculino? ¿Y, singularmente, mujeres pobres, en situaciones de extrema vulnerabilidad, inmigrantes o perteneciente a minorías étnicas oprimidas?
El segundo supuesto no resulta menos contestable: un “trabajo” que conlleva una mortalidad 40 veces superior a la media, un “trabajo” asociado a situaciones generalizadas de estrés, alcoholismo y adicción a las drogas, debería ser, como poco, cuestionado y puesto en cuarentena desde un punto de vista estrictamente sindical. Los niños que extraían carbón de las minas inglesas en el siglo XIX – o los niños y niñas que trabajan en las manufacturas asiáticas por cuenta de las grandes marcas de la economía global – realizaban y realizan indiscutiblemente un trabajo. El sindicalismo de clase considera, sin embargo, que este trabajo debe ser prohibido, porque tiene unos efectos devastadores sobre estos niños y porque cuestiona su desarrollo como seres humanos. El sindicalismo, que tiene como horizonte histórico la abolición de la esclavitud asalariada, lucha de manera cotidiana para reducir la tasa de explotación del capital sobre el trabajo. Y lo hace tratando de obtener, palmo a palmo, condiciones materiales y morales más favorables para la clase trabajadora. Por ello, el sindicalismo clásico considera que hay umbrales de respeto a la dignidad y la integridad humanas por debajo de los cuales no es posible trabar tales relaciones contractuales.
Pues bien, hablar del sindicalismo del “trabajo sexual” implica considerar que, en la prostitución, este umbral se puede establecer, e incluso que es factible mejorar paulatinamente las condiciones laborales de las personas prostituidas. La realidad desmiente a cada paso semejante pretensión. El simple ejercicio de aplicar algunos parámetros elementales del sindicalismo en el mundo de la prostitución conduce a un escalofriante absurdo. A modo de ejemplo…
¿Cuál sería la edad legal para el ejercicio de la prostitución? ¿Consideramos que, a los 18 años, una chica ya está en condiciones de ser poseída por cualquier individuo dispuesto a pagar un precio estipulado? ¿Admitiríamos “contratos de aprendizaje” a una edad inferior? ¿A los 16 años, por ejemplo? Considerando que, en los países industrializados, la edad media de entrada en el mundo de la prostitución se sitúa por debajo de los quince años, la conclusión lógica sería que este “período formativo” no haría sino perfeccionar o profesionalizar – y, por supuesto, oficializar – una práctica con la que estas chicas estarían ya “naturalmente” familiarizadas. Y, hablando de formación… ¿No debería velar acaso el sindicalismo por su homologación y por el establecimiento de títulos acreditativos que permitiesen desarrollar una carrera profesional? Por cierto, esta opción laboral, finalmente normalizada, debería ser propuesta en institutos y colegios como una perspectiva de futuro para la juventud, en primer lugar para las chicas. Y, por la misma regla de tres, las ofertas de trabajo del ramo de la prostitución deberían figurar, junto a las otras, en los paneles de todas las oficinas de colocación. (Podemos imaginar que el sindicalismo más riguroso reivindicaría con fuerza que la gestión de estas demandas de “profesionales del sexo” estuviera en manos de una red pública, rechazando la intromisión de cualquier ETT).
Por cierto, si esto fuera así, ¿podría una persona en busca de trabajo rechazar una oferta de prostitución que encajara con su perfil? ¿Seguiría beneficiándose de las prestaciones de desempleo a que tuviera derecho en caso de negarse a ejercer la prostitución? (¿Cómo? ¿Que en las industrias del sexo imperan otros circuitos de contratación? ¡Pues son circuitos inaceptables para el sindicalismo, que reclama transparencia y homologación de las relaciones laborales! No se puede defender a una categoría socio-profesional desde la informalidad.)
El sindicalismo exige contratos bien definidos, reconocidos y amparados por el Estado. Y, por cierto, ¿en qué consistiría un contrato de prostitución? ¿Serían contratos fijos, fijos / discontinuos, “de obra y servicio”? ¿Establecerían tal vez la posibilidad de rechazar determinadas exigencias de la “clientela”? ¿Cómo se tipificaría una falta profesional? ¿Y cómo se establecerían los baremos de productividad? Estos contratos, ¿estarían enmarcados en algún tipo de convenio colectivo del ramo de la prostitución? El sindicalismo sabe que la defensa efectiva de los asalariados y asalariadas requiere ensanchar lo más posible el ámbito de la negociación: el individuo aislado es débil ante el patrón. Cabe suponer, pues, que el sindicalismo entreviera mejores posibilidades para su afiliación dentro del marco de las grandes industrias del sexo, pactando con una patronal reconocida, que en un régimen precario de prostitución artesanal, ante miserables chulos de barrio. Y hay que suponer también que velaría para que hubiera una seria inspección del trabajo. ¿Cuáles deberían ser sus criterios para sancionar un abuso patronal? Y, eventualmente, ¿cómo lo detectaría y lo demostraría? ¿Podría ser denunciado el gerente de un prostíbulo por obligar a “sus chicas”, pongamos por caso, a realizar servicios sexuales “no deseados”? (Es decir, ¿certificaría el sindicalismo el resto de esos servicios como “actos deseados” por parte de las mujeres?)
Y así podríamos seguir. Los campos que abarca el sindicalismo son numerosos. ¿Serían las enfermedades sexualmente transmisibles consideradas como dolencia profesional? ¿Y los problemas psicológicos y adicciones directamente vinculadas a la práctica de la prostitución? ¿Cómo se gestionaría un régimen de bajas? ¿Y la incapacidad laboral? ¿Y la edad de la jubilación? ¿Nos atendríamos a los 67 años? ¿O bien, consideraríamos que se trata de un trabajo penoso que justifica una jubilación anticipada?
Pero, detengamos aquí el desenfreno. En las condiciones reales de las industrias del sexo, un mundo dominado por el crimen organizado en el que son explotadas personas previamente condicionadas por el sistema proxeneta, evocar la acción sindical conlleva descargar sobre las mujeres la responsabilidad de su situación y significa legitimarla (más allá de la promesa de suavizar algunos aspectos). Peor aún: un abordaje sindical de la prostitución como actividad profesional conduce inevitablemente a dinamitar los derechos laborales del conjunto de la clase asalariada y, atenta directamente contra la libertad de las trabajadoras (que no sólo se vuelven legalmente susceptibles de ser prostituidas, sino que son empujadas a la prostitución). Un sindicalismo al servicio de los intereses de los explotadores es un sindicalismo amarillo. Y, en este caso, abiertamente proxeneta.
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