Prefacio de “Sexo, capitalismo y crítica del valor. Pulsiones, dominaciones y sadismo social“, edición al castellano de Richard Poulin y Patrick Vassort (dir.), « Sexe, capitalisme et critique de la valeur. Pulsions, dominations, sadisme social ».
Sylviane Dahan – Barcelona, 30 de julio de 2012.
Versión en francés aquí.
“¿Qué pinta el marqués de Sade en medio de una crisis como ésta ?” Tal podría ser la pregunta que se hiciera el lector – y quizás, sobre todo, la lectora – al tomar en sus manos este libro. No corren buenos tiempos para la lírica. Europa deviene el epicentro de la crisis del capitalismo globalizado. Una crisis profunda y multiforme, convulsa, previsiblemente prolongada y de incierto desenlace : crisis económica, social, ecológica, político-institucional, crisis de civilización… Décadas de políticas desreguladoras neoliberales han gestado la mayor conflictividad potencial entre las clases sociales desde la Segunda Guerra Mundial. Todas las conquistas, todos los parámetros del llamado Estado del bienestar – bajo los que han nacido y crecido ya varias generaciones -, se ven amenazados. El sueño de un espacio compartido de derechos y progreso vuela en pedazos, dinamitado por la voracidad de los mercados financieros. Atónita, la ciudadanía constata que sus instituciones representativas, parlamentos y gobiernos, no son sino teatros de sombras. La democracia política ha sido literalmente secuestrada por los consejos de administración de poderosos bancos y multinacionales. En medio de una desestabilización creciente, precipitando países enteros a la ruina y ahondando en todos las desigualdades sociales, Europa ve resurgir sus viejos demonios.
¿Hace falta insistir sobre la situación crítica que atraviesa el Estado español, en el ojo del huracán ? El modelo económico que prevaleció durante años, dinamizado por una especulación inmobiliaria desenfrenada, ha colapsado. A la ilusión generalizada de riqueza propiciada por la expansión del crédito – un espejismo que ocultaba una creciente precariedad contractual, bajos salarios, insuficientes servicios públicos, una estructura tributaria regresiva y, en general, una economía terciaria y subalterna – ha sucedido una prolongada recesión. El paro masivo y la pobreza se han instalado en la sociedad. El estallido de la burbuja inmobiliaria deja un rastro desolador de pisos vacíos y despropósitos medioambientales. Cientos de miles de familias hipotecadas son expulsadas de sus casas por unas entidades bancarias cuyo salvamento exige movilizar sumas ingentes de dinero público y que abocan el país a un “rescate financiero” ; es decir, a su puesta bajo tutela de los grandes acreedores extranjeros, con la consiguiente amenaza de un retroceso de décadas en las condiciones de vida, derechos e incluso libertades de amplias franjas de la población.
En ese contexto de urgencias e incertidumbres, en el umbral de un agitado período que cambiará la faz de Europa, ¿tiene sentido detenerse sobre las fantasías de un libertino del siglo XVIII ? ¿Es útil ponerse a reflexionar ahora, como lo hacen las autoras y autores de este trabajo, acerca de la sexualidad humana, de sus representaciones, de la construcción de los géneros en los albores del capitalismo y su caótica evolución postmoderna ? Nuestra respuesta a tales preguntas es doblemente afirmativa. El carácter sistémico e histórico de la crisis que vivimos pone a la orden del día una mirada radical sobre el capitalismo. Más que nunca, necesitamos aprehender su lógica interna, desentrañar las raíces de una violencia intrínseca, de una pulsión depredadora sobre el ser humano y la naturaleza que nos empuja hacia la barbarie. Por otra parte, no es la primera vez que los movimientos de emancipación – y singularmente el movimiento obrero, las izquierdas o el feminismo – se ven obligados a forjar su pensamiento en medio de una agitación social cargada de preguntas. En plena tempestad, descubrimos que nuestras viejas cartas de navegación no son muy fiables. ¿Acaso debería sorprendernos ? Las ideas son un objeto de la lucha de clases. La obra coral que han dirigido Richard Poulin y Patrick Vassort constituye, en ese sentido, una valiosa contribución intelectual y militante a la urgente clarificación.
No, no hay asomo de divertimento académico en la relectura de la obra de Sade que nos proponen. El universo libertino constituye una perfecta alegoría del capitalismo neoliberal, un delirio de dominación y deshumanización que, mejor que muchos tratados, nos permite comprender la lógica implacable del régimen de la producción de mercancías. Sade es la modernidad mostrándose con su furia triunfante y desacomplejada. “Para Sade – escribe Richard Poulin – el hombre tiene derecho a poseer al prójimo para gozar y satisfacer sus deseos ; los seres humanos son reducidos a la condición de objetos, de simples órganos sexuales y, como todo objeto, son intercambiables y, por lo tanto, anónimos, carentes de individualidad propia”. He aquí toda una anticipación de los tiempos que vivimos. La globalización neoliberal ha encontrado en el crecimiento vertiginoso de las industrias del sexo, la prostitución y la pornografía – y, con ellas, en el tráfico y la explotación de seres humanos, en primer lugar mujeres y menores – una de sus más genuinas señas de identidad. Cabalgando sobre cada innovación tecnológica, rebasando una frontera tras otra bajo el ímpetu de sus propias crisis, el capitalismo despliega ante nuestros ojos, con una dimensión trascendental y planetaria, su violencia original. Las revoluciones y los movimientos populares del siglo XX le obligaron a aceptar unas concesiones sociales que hoy querría barrer como un enojoso paréntesis en su historia de acumulación y destrucción. Pero este capitalismo usurero y depredador no es una simple reiteración senil de sí mismo : significa la expresión paroxística de sus rasgos congénitos. Sade se reconocería en los parámetros del nuevo milenio.
La investigadora italoamericana Silvia Federicci lo ha planteado con toda pertinencia en su libro Calibán y la bruja : lejos de resultar de una evolución natural, lógica o progresista, el capitalismo surgió de las entrañas de la sociedad medieval como una contrarrevolución sangrienta de los estamentos privilegiados contra las aspiraciones de las clases plebeyas y menesterosas. Las guerras campesinas, la persecución de las herejías, el cercado de tierras, la caza de brujas, el genocidio de los pueblos originarios de América y la esclavitud, sentaron las bases de la modernidad cuyo advenimiento celebra Sade. La acumulación por desposesión que el geógrafo marxista David Harvey detecta como una de las características del capitalismo tardío contemporáneo se encuentra en el mismísimo ADN del régimen mercantil. Como forma parte intrínseca de él la construcción moderna de los géneros. Desde disciplinas distintas, desde la historiografía, la sociología o la crítica de la economía política, Federicci y el colectivo que nos brinda Sexo, capitalismo y crítica del valor confluyen en una misma conclusión : lejos de ser una rémora del pasado, un vestigio ancestral que la modernidad no habría conseguido barrer, la dominación patriarcal tal como la conocemos, la opresión sobre las mujeres, su confinamiento en la esfera privada, constituyen construcciones originales y genuinas del capitalismo. La semblanza de la mujer se esculpió en las cámaras de tortura y en las hogueras donde ardieron durante cerca de dos siglos millares de brujas. El capitalismo formó y disciplinó al proletariado que había de extraer el carbón de las minas, poblar las colonias del nuevo mundo o acoplarse a las estruendosas máquinas de las manufacturas, arrancando masas de campesinos a sus tierras y ahorcando vagabundos por doquier. Esa es la partida de nacimiento del valor.
¿Puede hablarse de una economía política del patriarcado, como la describe Christine Delphy en su Enemigo principal, referencia obligada de la crítica feminista ? Sin duda, pero se trata plena y enteramente del patriarcado capitalista… o, al revés, de un capitalismo necesariamente patriarcal en su génesis y en sus diferentes etapas. Por emplear la rotunda fórmula de Roswitha Scholz, el capitalismo tiene sexo. La comprensión de esta imbricación y de todas sus consecuencias es hoy de vital importancia de cara a una posible reconfiguración de la izquierda y al papel fundamental que incumbe en ello al feminismo. Ahí reside sin duda una de las mayores debilidades del movimiento obrero del siglo XX. Y es que el imperio de la mercancía se alza sobre una disociación fundamental entre producción y reproducción, entre la esfera pública (masculina) y la esfera privada (asociada a la feminidad). La primera no puede subsistir sin la segunda ; pero tampoco sin negarla y hacerla permanentemente invisible. La razón implacable de la acumulación requiere objetivar los cuerpos, construir géneros y establecer el férreo dominio de uno sobre el otro. La ecología política ha demostrado que los distintos modelos capitalistas, incluido el pretendido “capitalismo verde”, son depredadores del planeta porque los ciclos de la acumulación, en una espiral desenfrenada, se superponen con ciega arrogancia a los ciclos regenerativos de la vida, los desprecian, los violentan. En una alocada carrera puntuada de catástrofes “naturales”, el valor arrastra la tierra hacia el calentamiento global. Pues bien, la opresión de la mujer es tan consustancial al capitalismo como su irrefrenable pulsión saqueadora del planeta.
El movimiento obrero clásico ha tenido, incluso a través de sus luchas más heroicas, una visión parcial y sesgada del capitalismo, nos recuerda Gérard Briche. No pocas veces la izquierda ha sido prisionera de la ilusión productivista, de una fe insensata en el progreso – que el fascismo y la guerra se han encargado de desmentir. El angelus novus de Walter Benjamin, empujado por el viento huracanado de la historia, sigue contemplando paisajes de desolación humana. La crisis actual desvela al capitalismo en su totalidad y en su esencia totalizadora, invasiva de todos los confines de la vida. La clase obrera del siglo XX ha peleado por el salario sin percatarse apenas de su carácter andrógino. El new deal de la posguerra, aún extendiendo notablemente el campo del salario indirecto a través de la protección social y el acceso universal a los servicios públicos, no cuestionó la disociación fundamental de la sociedad mercantil : bajo el capitalismo, trabajo propiamente dicho no hay más que el asalariado, aquél destinado a producir bienes y servicios, el que genera valor ; el “otro”, el doméstico, el de cuidados, indispensable para la reproducción de la fuerza de trabajo, vital para la sociedad, pero no cuantificable como el primero y donde no rige el patrón temporal del valor, siguió escindido de la esfera pública, asociado a la feminidad y a sus representaciones. Ni siquiera la irrupción de la mujer en el mundo del trabajo y su acceso, relativamente reciente, a la ciudadanía – en Francia, cuna de la revolución democrática, las mujeres no pudieron votar hasta la Liberación -, ha modificado sustancialmente esa realidad. Las tareas domésticas y reproductivas siguen siendo femeninas. Y la retribución de la mujer trabajadora ha conservado el estigma de la complementariedad, del segundo salario destinado a completar los ingresos de la economía familiar. Ese dato estructural está en el fondo de las desigualdades salariales entre hombres y mujeres, que persisten incluso en los países más avanzados, donde las reivindicaciones feministas y las políticas de igualdad tienen mayor tradición.
Esa percepción del capitalismo limitada a lo público – y de la empresa como horizonte del sindicalismo – tiene mucho que ver con la crisis de las izquierdas a lo largo de las últimas décadas, con su incapacidad para hacer frente a la “revolución conservadora”, con la conversión de las elites socialdemócratas a los dogmas del mercado y su integración en las instituciones neoliberales. El final de la era fordista ha socavado las bases materiales del movimiento obrero tradicional en las viejas metrópolis industriales. La lucha de la minería inglesa en 1985, épica pero finalmente derrotada por el gobierno de Thatcher, fue la última gran huelga clásica del siglo XX. El hundimiento de la URSS y de los regímenes burocráticos del Este, no sólo abrió las puertas a un capitalismo literalmente mafioso : certificó el fracaso de un proyecto de emancipación que había movilizado las esperanzas y sacrificios de varias generaciones militantes. Por no hablar de la irrupción del gigante chino en la economía globalizada, organizando la mayor fábrica del mundo bajo la férrea disciplina de una dictadura.
Pero no hay marcha atrás posible. El desarrollo monstruoso alcanzado por las finanzas, la trascendencia y las proporciones de la crisis que ha gestado, precipitan nuestras sociedades hacia disyuntivas radicales. El cuestionamiento del Estado del bienestar hace de la mujer, sus derechos y aspiraciones, las primeras víctimas de los ajustes estructurales en curso. La hipótesis de un nuevo pacto keynesiano, a la que se aferra todavía buena parte de la izquierda, es en realidad la menos razonable. Es hora de elaborar nuevas perspectivas estratégicas. Para ello, algunos balances autocríticos serán necesarios. La mirada sesgada del viejo movimiento obrero europeo tuvo como consecuencia un largo desencuentro con el feminismo. Más aún : empujó algunas de sus tendencias hacia los callejones sin salida de la postmodernidad, como un reflejo invertido del androcentrismo de la izquierda. La activista americana Nancy Fraser ha señalado con mucha lucidez las paradojas del feminismo de “segunda generación”, surgido bajo el impulso antiautoritario de Mayo del 68 ; un feminismo decidido y contestatario que desveló el sexo del Estado benefactor… justamente cuando el capitalismo iniciaba una ofensiva sostenida para desmantelarlo. Cuando pareció llegado el final de la historia y las “leyes del mercado” adquirieron el rango de una fuerza divina, el liberalismo se presentó como el legítimo heredero del anhelo libertario. Desprovista de horizonte más allá del capitalismo, la izquierda postmoderna se propuso “transgredir” lo que ya no creía poder transformar ni derrocar ; contempló, embobada, la multiplicidad de las opresiones como si se tratase de un caleidoscopio de caprichosas intersecciones ; se perdió en los fragmentos… y dejó de ver la realidad. Sólo así se explican algunas de las contradicciones que han desgarrado a los movimientos feministas en estos últimos años. El crispado debate en torno a la prostitución resulta, desde este punto de vista, emblemático. Más allá de la influencia social, institucional y mediática del poderoso lobby de las industrias del sexo, la banalización de la prostitución, su aceptación como una profesión susceptible de ser regulada – e incluso sindicalizada – sólo era posible en la atmosfera decadente y desesperanzada de la postmodernidad. Para ella, el derecho al propio cuerpo devino el “derecho a prostituirse” ; la objetivación última del ser humano, su mercantilización y deshumanización completa, se convirtieron en una “opción”. La libertad llevada al extremo de su propia negación. Con dos siglos de retraso, Sade triunfaba por fin ; un mundo cautivo y sin futuro se debatía en la atmósfera claustrofóbica de un inmenso castillo de Silling.
Pero nos adentramos ya en un nuevo período. La historia no sólo no ha terminado, sino que inicia una brusca aceleración. Aquí y allá, revueltas, luchas y nuevos movimientos sociales anuncian un futuro abierto y en disputa. Los pronósticos son necesariamente alternativos. Sólo la lucha decidirá. Ante las fracturas sociales y el descrédito de instituciones y partidos al uso, resurgen, inquietantes, populismos de extrema derecha. Pero también movimientos críticos e incipientes tentativas de recomponer una izquierda a la altura de las circunstancias. Por eso es tan necesario pensar el capitalismo en su totalidad sistémica. Movido por una genial anticipación, el joven Marx vislumbraba al proletariado revolucionario no tanto como una formación sociológica de contornos más o menos definidos – desde luego, no como esa clase obrera homogénea, industrial y viril, que ha llenado el imaginario de la izquierda del siglo XX -, sino como un sujeto político, nuevo en la historia, complejo y articulado, capaz de dar cuenta de todas las opresiones y de alzarse contra todas ellas. Sin duda esa intuición nos brinda algunas valiosas claves de futuro. El capitalismo prosigue su insaciable acumulación entrelazando frenéticamente todas las violencias, todas las relaciones de dominación e injusticias : desde la deforestación amazónica y los nuevos “cercamientos de tierras” hasta la imposición de un canon de belleza que empuja millares de adolecentes a la anorexia ; desde la explotación del trabajo infantil en una manufactura asiática hasta la estafa bancaria de un número ingente de humildes pensionistas en un país “avanzado” como el nuestro, pasando por el sometimiento de las naciones más indefensas del planeta.
No nos cansaremos de repetirlo : la superación del capitalismo exige comprender su lógica y sus mecanismos, aprehender sus múltiples facetas. Y, singularmente, el papel de la sexualidad, de la construcción de los géneros y de sus representaciones en la formación del valor. A esa comprensión contribuirá, no nos cabe duda, el libro que presentamos. Un día, Calibán reconocerá con orgullo que es hijo de la bruja. Mirando, por fin, al mundo con ojos de mujer se aprestará a transformarlo de raíz. La perfecta abstracción capitalista que brota del delirio de Sade, como el sadismo social que nace de las entrañas del capitalismo y que invade nuestra cotidianeidad, sacrifican la humanidad ante un fetiche. Pero la humanidad, capaz de hundirse en el abismo de la barbarie, atesora también un inmenso potencial de generosidad y solidaridad. Una lucha secular, que hoy deviene global, ha ido tejiendo el sueño de una sociedad igualitaria y justa, de una relación armoniosa y sostenible con la naturaleza, de unas identidades sexuales aún desconocidas, pero que rehusarán la posesión tiránica como rasgo constitutivo… Marx decía que la humanidad sólo se plantea los problemas que puede resolver. Acaso sólo conciba los sueños que puede alcanzar.
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