«Las putas también son mujeres»… Y las mujeres, ¿prostituibles?
«Las putas también son mujeres». He aquí el eslogan «rompedor» bajo el cual se han publicado estos días artículos y manifiestos a favor de la regularización de la prostitución. Cabe pensar que los autores o autoras de la frase en cuestión, que reivindican dicha legalización en nombre de los derechos que con ello – supuestamente – obtendrían las mujeres en situación de prostitución, pretenden subrayar que, como mujeres que son, deberían disfrutar de las mismas opciones que el resto de la ciudadanía. Sin duda. Pero la formulación tiene trampa y está cargada de veneno. Justamente en lo concerniente a las mujeres y a sus derechos.
«Puta» es quizás la más genuina de las construcciones patriarcales. La prostitución nunca ha sido un oficio de mujeres, sino ante todo un comercio entre hombres. Ninguna mujer nace «puta». Hay hombres que, a través de distintos mecanismos, transforman mujeres en «putas» y las ponen a disposición de los caprichos sexuales de otros hombres. El mismo vocablo «puta», asociado en el imaginario masculino a una sulfurosa mezcla de lascivia y depravación moral, tiene como función desdibujar el papel determinante de los hombres en la prostitución, descargando sobre las espaldas de las mujeres prostituidas la responsabilidad de su propia suerte. Así pues, «puta», lejos de señalar una «profesión», designa fundamentalmente una identidad: una singular identidad de mujer… construida por los hombres.
Y esa identidad se convierte en una prisión degradante. Una cárcel inmaterial, pero de muros insalvables. Por eso resulta una pésima estrategia de emancipación hacer de semejante insulto una bandera («todas somos putas»), trampa en la que caen algunos sectores feministas. Lejos de conmover los cimientos de las relaciones patriarcales, ese «grito transgresor» no hace sino confortar el espacio simbólico de la dominación machista. Más aún. Resulta perfectamente comprensible que haya mujeres en situación de prostitución que reivindiquen su condición de «puta». Pero, por nuestra parte, no tenemos derecho a ignorar el dolor y el llamamiento a la solidaridad que esconde esa actitud; no podemos dejar de ver en ella un gesto elemental de supervivencia en medio de la realidad devastadora de la prostitución. Las mujeres que han logrado escapar de ese mundo – fervientes abolicionistas que se llaman a si mismas «supervivientes» – explican con todo detalle la mecánica de la disociación y de la auto-negación, necesarias para soportar lo insoportable.
Justamente por eso, proclamar que «las putas también son mujeres» encierra otro engaño. La prostitución comporta una dinámica deshumanizadora de la persona prostituida. La mujer pierde su condición de ser humano, con deseos y voluntad propia, para convertirse en una mercancía. La mujer prostituida deviene una mujer asexuada. Cuanto más se transforma en objeto sexual al servicio de los hombres, más forzada se ve a negar y a expulsar su propia sexualidad. Cuanto más se impone sobre esa mujer su condición de prostituida, más dislocada y deshecha queda su humanidad. Cuidado, pues. Bajo una apariencia inocente, la afirmación según la cual «las putas también son mujeres» cumple una función profundamente reaccionaria: negar la violencia que se ejerce sobre la mujer a lo largo de todo el proceso de su prostitución – un violencia que mina los cimientos de la integridad de la mujer. El número de asesinatos, violaciones y todo tipo de agresiones; los índices de mortalidad y de drogodependencias que se registran en el mundo de la prostitución, así como los estragos físicos y psicológicos que padecen las mujeres inmersas en él, así lo atestiguan.
Pero la consigna revela también, aunque sea involuntariamente, otra cruel realidad: al transformar algunas mujeres en «putas» (transformación tan radical que hasta parece necesario que se nos recuerde que «también» son mujeres), confirma de modo inapelable que la prostitución es una institución al servicio de los hombres; una institución que consolida y reproduce su condición dominante. Entendemos que, al pronunciar la frase en un tono reivindicativo, se está pidiendo a los hombres que prostituyan a las mujeres con cierta consideración, sin excesiva brutalidad. Pero no se cuestiona en absoluto su privilegio ancestral de seguir abusando de ellas. En una palabra: la prostitución es aceptada como un derecho de hombre. (La presencia de hombres y de transexuales en el universo de la prostitución no desmiente, sino que hace más patente aún esta realidad: los «clientes», aquellos que compran favores sexuales desde una posición de superioridad, son siempre hombres). Nada nuevo bajo el sol. En tiempos de la esclavitud también surgieron corrientes de opinión que propugnaban tratar a los negros de manera más piadosa. Como diría Rajoy, «somos sentimientos y tenemos personas». «Cuando ‘vayáis de putas’, se infiere que están diciendo, no perdáis de vista que esas criaturas tienen también su corazón». Un poco de desodorante y una negociación amistosa del precio del servicio harán la cosa más llevadera. Cuando menos para la conciencia del putero – si es que se plantea algún dilema moral. Sin embargo, resulta dudoso que tales prevenciones mejoren la situación de una mujer que, además de soportar una relación sexual no deseada, se verá conminada a responder con un fingido sentimiento de ternura a la «amabilidad» de quien la somete a una violación tarifada. Ya no basta con poseer el cuerpo de la mujer; hace falta penetrar también en la esfera de sus emociones, asaltar el último reducto de su intimidad.
Y es que, en la prostitución, sólo prevalecen los derechos de los proxenetas y de los puteros. Nunca los de las mujeres. Resulta imposible tejer un sistema de derechos – sociales, laborales, de ciudadanía… – por debajo de un umbral elemental de reconocimiento de los derechos humanos de las personas. Pero, como veíamos, la «puta» es la mujer privada de su condición humana. Los abogados del «trabajo sexual» repiten hasta la náusea que se trata de retirar el estigma que pesa sobre las mujeres prostituidas. Pero su discurso sólo restituye cierta consideración social hacia la prostitución, que pretende normalizar, no hacia las mujeres. El estigma es inseparable de la «puta» porque radica en la sumisión de la mujer. Y eso es justamente lo que fascina al hombre. El sexo actúa como vector, por descontado. Pero, a cada paso, la prostitución se nos revela como una cuestión de poder, de dominación machista.
En la época del capitalismo globalizado, esa dominación y su reproducción se han convertido en una fuente de ganancias colosales a través de las industrias del sexo, de la prostitución y la pornografía. Y, por supuesto, no se trata de beneficios para las mujeres. Ni las prostituidas, ni las demás. Pero esta época es igualmente la de la hegemonía cultural del liberalismo. Sólo en ese marco, bajo las formidables presiones de grupos donde se alían crimen organizado y finanzas, y merced a su decisiva influencia sobre los poderes públicos, los medios de comunicación y el mundo académico, es explicable la derrota ideológica de una parte de la izquierda y del feminismo, que reconocen hoy la prostitución como una opción laboral aceptable y regulable. Hasta las últimas décadas del siglo XX, toas las corrientes tradicionales del movimiento obrero y democrático se declaraban abolicionistas. El feminismo histórico luchó contra la prostitución incluso antes de reivindicar el derecho de voto para las mujeres.
El debate sobre la prostitución no es una discusión civilizada, una controversia intelectual entre opiniones divergentes acerca de una cuestión filosófica. No. Este debate refleja una virulenta lucha de clases y un bronco combate del patriarcado para mantener su preeminencia en nuestras sociedades. La dureza de las diatribas así lo certifica. Es duro tener que replicar a algunas amigas y amigos bienintencionados que, cuando proclaman que «las putas también son mujeres», están diciendo en realidad que todas las mujeres son susceptibles de ser prostituidas. Y están diciendo también que, aparte de algunos arreglos que nunca terminan de concretarse, no hay ninguna razón para que aquellas mujeres que ya lo fueron salgan del mundo de la prostitución. Dicho de otro modo: resulta muy desagradable afirmar que una parte de nuestra gente está interiorizando el discurso de los proxenetas. Pero el destino de millones de mujeres y niñas que, año tras año y siguiendo una curva ascendente, caen en sus redes todavía lo es más.
Nada nos ahorrará tener que escoger entre los dos grandes modelos que hoy se confrontan en Europa. El modelo sueco, abolicionista y feminista… o el alemán, que ha propiciado una extraordinaria expansión de la industrias del sexo. Y nada ahorrará a la izquierda y al feminismo un doloroso examen de conciencia para recuperar su impulso emancipador.
Sylviane DAHAN SELLEM
02/04/2016
Bravo!
J’espère que cetteexcellente analyse sera traduite en français. Nous pourrions le faire pour le site tradfem.wordpress.com si vous vouliez bien le relire pour révision.
Martin Dufresne
martin@laurentides.net
Merci de votre commentaire et merci aussi pour une eventuelle traduction en français!
Oui, nous pouvons bien relire la traduction.